Psicología de un izquierdista: el resentimiento social de Gustavo

Gustavo. Vamos a llamarle así. Viene de una familia con problemas económicos. Su padre se gastaba el dinero que ganaba en comprarse ropa para verse galán, porque le gustaba ir a los bailes y enamorar mujeres por ahí.

Mientras, su mamá trataba de atender a los demás hijos, 8 hermanos de Gustavo, quien viendo cómo pasaban sufrimientos en su casa empezó a abrigar resentimiento en su pecho. Contra su padre, contra “la autoridad”. Le parecía que su progenitor debería darle más dinero a su mamá para los gastos.

Mientras, a sus hermanos les regalaban zapatos otros familiares o incluso algún buen vecino. Una tía de Gustavo, Carmelita, es muy católica. Ella siempre apoyaba a los hermanos, con comida y comprando ropa o lo que les fuera haciendo falta. Pero también era muy pobre. Su casa humilde de abobe parecía una cueva. La ciudad era más bien un pueblo, en un estado de provincia, en ese país hispanoamericano que algunos llaman de “tercer mundo”, y otros, país “en desarrollo”.

Otros vecinos de las zonas cercanas traían buenos coches, buena ropa, y enviaban a sus hijos a una escuela privada. Por ejemplo unos, los Ramírez, eran dueños de un abarrotes, una tienda donde se vendía crema, queso, frituras, refrescos, galletas, servilletas, papel higiénico.

Empezaron tal negocio familiar y se turnaban para irlo atendiendo. A Gustavo siempre le pareció que el señor Ramírez abusaba de su esposa e hijos al ponerlos a trabajar en esa tienda en lugar de trabajar nada más él solo y dejar a los demás en paz.

También le molestaba que tuvieran buenos vehículos para transportar sus mercancías, y le hacía rabiar que tuvieran zapatos boleados y sobre todo, que los domingos fueran a misa todos juntos y hasta oliendo a perfumes.

Gustavo iba a misa cada vez menos, porque ahí estarían los Ramírez juntos, bien vestidos y hasta perfumados, reunidos en torno a la religión.

Para Gustavo, Dios era “disparejo” porque a los Ramírez les daba de comer bien, ropa y zapatos, una pick-up -que no era del año, sino más bien ya algo vieja pero bien cuidada-, y en cambio a él le había dado un papá que se sentía y peinaba como Diego Verdaguer, pero combinado con José Luis Rodríguez “El Puma”, pero que era irresponsable con la manutención de la familia.

La mamá de Gustavo un día entró en una parálisis y quedó postrada en una cama.

Uno de sus hermanos se juntaba con los matones del pueblo, que lo embaucaron dándole mariguana gratis, y luego piedra para que fumara y se hiciera adicto, y luego ya andaba por otros municipios extorsionando comerciantes, asaltando camiones de transporte de mercancías y robando autos.

Hasta que la policía estatal un día lo halló con las manos en la masa, asaltando una ferretería en la carretera, lo persiguió, y como el muchachito se defendió con su pistola calibre 38, un oficial le disparó y lo mató.

Desde ese momento Gustavo le cogió tremendo odio a la policía también, porque le habían matado a su hermano.

Sabía que su hermano no andaba en buenos pasos pero como sea no era para que “se lo mataran” así. Era sólo un muchacho de 16 años. Gustavo le lloró y se fue a consolar al hombro de la tía Carmelita, que rezó con otras vecinas el Rosario, pidiendo por el alma del joven difunto.

Luego uno de los Ramírez dejó de trabajar en el abarrotes con su familia, porque ingresó en la academia de policía. Eso aumentó el resentimiento de Gustavo para con los Ramírez, que cada día prosperaban un poco más.

Una de las hijas de la familia Ramírez era bonita y a Gustavo le llamaba la atención.

Ella también parecía atraída un tanto hacia él, y un día que Gustavo pasó a comprarle queso y tortillas de harina, viendo la muchacha que al muchacho le faltaba algo de dinero para la compra, le perdonó lo faltante y todavía le regaló una bolsa de pan dulce para sus hermanos, y de paso le pidió que le saludara mucho a la señora Carmelita, la buena vecina católica que había vendido toda la vida zapatos o trajes de novia.

Gustavo aceptó el obsequio de la muchacha con un poco de vergüenza. Pero agradecido. A lo mejor no eran tan malos esos Ramírez. Pero sí lo eran porque el papá los tenía esclavizados en la tiendita del abarrotes.

Y se veía muy claro que a estos condenados Ramírez sólo les interesaba juntar y juntar más dinero, hacerse ricos, y no le gustaba que le regalaban al párroco veladoras sólo para tenerlo contento y que les echara la bendición los domingos con más ganas. Pero el cura Antonio daba la bendición a todos juntos acabando la misa, no sólo a los Ramírez.

A Gustavo también le molestaba que el alcalde estuviera tan gordo, porque era humillante que comiera de esa forma tan exagerada cuando la gente pasaba hambre, como sus hermanos.

Y así las cosas hasta que Gustavo se fue a la ciudad capital a estudiar para maestro de primaria, con el apoyo de Carmelita y lo que él juntaba lavando coches. O de mesero. Fue en esa escuela que le abrieron los ojos y le hablaron de Marx, y así por primera vez sintió que entendió todo, que todo le hacía sentido.

Ahora entendía que los Ramírez eran unos burgueses, que el señor Ramírez explotaba a su propia familia, y que no les daba ni un triste salario pese a que todo el día estaban en la tienda. Gustavo entendió que esos Ramírez sólo se dedicaban a acumular capital, a hincharse los bolsillos, sin ayudar a nadie.

Gracias a las enseñanzas de Marx entendió que su tía Carmelita estaba enajenada con la religión, que era “el opio del pueblo”, y al final del día ella era cómplice del maldito sistema capitalista, el mismo que había hecho engordar al alcalde, el más obeso del pueblo, seguro porque robaba el dinero de los demás.

También entendió Gustavo que si su hermano se había hecho drogadicto y delincuente no era por su culpa, porque era sólo un chamaco menor de edad, sino que era culpa del sistema capitalista, en el que no hay ninguna igualdad, ni justicia, ni libertad, y la policía no es sino parte del aparato represivo del Estado contra el pueblo bueno.

Incluso bajo la óptica marxista, Gustavo concluía que su propio padre era también una víctima más de la mala distribución de las riquezas, y que dinero sí había, ahí estaba el caso de los Ramírez, que ya tenían una casota grande y tres pick-ups, cuando había gente como sus hermanos que ni comían bien, y él mismo tenía que sudar la gota gorda para poder mantenerse y seguir estudiando.

Pero ahora todo era distinto, porque Gustavo tenía algo muy valioso que se llama “conciencia de clase”, es decir, había que amar a los pobres por encima de todo y ponerse de su lado, aunque esto ya se los había dicho el cura en una misa, pero no era lo mismo que lo que decía Marx, porque Jesús o el cura no resolvían la pobreza, en cambio Marx sí proponía un plan de acción concreto para transformarlo todo y generar una sociedad igualitaria, con justicia social, donde todos comen y visten y calzan, donde el gobierno no es de los ricos sino de los pobres.

El resentimiento de Gustavo contra los Ramírez, esos burgueses asquerosos, contra el alcalde corrupto, contra la policía represora y asesina, contra el cura y esa religión que no era ya la suya, por manipular a la gente con cuentos, y contra todos los cómplices del sistema capitalista, iba creciendo cada día.

Gustavo sabía del llamado de Marx a los pobres para unirse y hacer la revolución armada, e imponer una dictadura del proletariado. Se necesitaba un Estado protector de “los de abajo”, de los obreros y campesinos, que diera a cada cual según sus necesidades: eso sería igualdad.

Sus profesores le habían platicado que en la URSS nadie pasaba hambre, todos tenían ropa y zapatos, y que si su mamá fuera rusa, ya el sistema de seguridad social la hubiera ayudado, no como en su pueblo, donde no había más que una clínica mediana y no servicios neurológicos especializados como los que ella requería. Y si su madre fuera cubana, aún mejor, porque los servicios gubernamentales de Fidel eran de avanzada a nivel continental.

Sus profesores le compartieron a Gustavo su admiración por Fidel Castro, pero aún más por el Che Guevara, un guerrillero soñador que había dejado todo para luchar por los pobres, arriesgando la vida en todo momento: ese sí era un hombre de verdad, no como su papá, pensaba Gustavo, y cuando tuviera hijos les pondría Ernesto, Fidel o Tania, por la guerrillera. Pero evitaría nombres cristianos, porque los cristianos vivían esperando un cambio que Marx decía que uno mismo debe construir, empuñando las armas, con sangre y violencia, no había otro camino.

Gustavo y sus compañeros a veces se organizaban y se iban a la carretera a detener camiones de pasajeros y subían a pedir cooperación “voluntaria” a la gente, para su causa, para financiar sus protestas, y la gente les daba siempre algo, porque veían que algunos andaban armados.

Un día les fue muy bien y Gustavo estaba muy contento, había sido un “gran botín revolucionario” lo que habían conseguido pidiendo cooperación para su causa en un autobús, aunque hubieran tenido que encañonar a un burgués que se resistía a entregar el dinero que llevaba, argumentando que no se lo arrebataran porque era el pago de la nómina de los trabajadores de la fábrica de pinturas.

Pero seguro eran mentiras porque los burgueses siempre mienten, como bien les había advertido uno de los profesores, llamado Marco, que presumía de incluso parecerse a Marx físicamente, ya que usaba pelo largo y barbas.

Con ese dinero “revolucionario” que habían logrado expropiarle a un idiota capitalista dueño de un medio de producción -léase la fábrica de pinturas de otro pueblo cercano-, los guerrilleros urbanos estudiantes de la escuela para maestros rurales, entre los cuales iba Gustavo muy feliz, se compraron unos pollos y mucha cerveza, y más tarde, unas botellas de aguardiente, porque habían coronado y celebrar era lo justo, brindando por el Che y por Gorriarán Merlo, otro de sus guerrilleros de cabecera, junto con un tal ‘Carlos’ alias el ‘Chacal’ y el mexicano también maestro rural, Lucio Cabañas.

Enfiestados esa noche, a uno de los jóvenes guerrilleros urbanos encubiertos como alumnos universitarios, se le ocurrió que era la hora de hacer el amor, y para ello violó a una de sus compañeras de lucha, que estaba también alcoholizada.

Con la tremenda borrachera que habían cogido, los demás ni cuenta se dieron del ultraje. La muchacha tiempo después le dijo a Gustavo que esa no había sido la primera vez que ese compañero de lucha abusaba de ella, y que antes había sido su pareja, pero que ya no lo era, y que de paso había quedado embarazada de él.

Gustavo la acompañó a abortar a una clínica clandestina por simple “solidaridad revolucionaria”, pero no dijo nada a su compañero violador porque antes que nada estaba “la causa”.

Y se prometió a sí mismo, junto con la compañera afectada, que el aborto debía ser un día legal y revolucionario, porque abortar en lugares escondidos no era algo digno, y tener hijos que uno no deseaba era algo que sólo un enajenado cristiano podría querer y eso era para las familias burguesas o pequeño burguesas enajenadas y cómplices del sistema, que perpetuaban la esclavitud.

Por algo en China, en la URSS o en Cuba, se podía abortar libremente, pensó Gustavo. Ser revolucionario era, en definitiva, romper todas las cadenas, liberarse de la familia tradicional, de la religión, del dinero, de la opresión.

Gustavo se enamoró de la compañera que acompañó a abortar y se hicieron pareja. Tiempo después la muchacha quedó embarazada de Gustavo, o al menos eso decía ella, pero Gustavo no sabía si era su hijo o no, y si era suyo no quería abortarlo porque amaba a la chica, pero no estando seguro de quién era el padre, mejor le dijo que fuera a abortar, ocultando las verdaderas razones. La muchacha accedió, pero poco después terminaron su relación.

Gustavo un día le platicó en confianza a Carmelita todo esto de la muchacha, llorando, y la buena señora le dijo que Dios perdonaba todo, que fuera a confesarse por esos pecados y que no volviera a hacerlos, pero era algo tarde para volver a hacerse creyente.

Ya no creía en Dios, sino en Hugo Chávez y la revolución bolivariana, aunque no por ello dejaba de dolerle haber abortado a quien posiblemente era su hijo y además por haber perdido el amor de la muchacha.

Con resentimiento recargado por el mal de amores, Gustavo seguía atracando camiones junto con sus compañeros revolucionarios, y un buen día tuvo la idea de llevarlos a todos a su pueblo, a resolver unas “cuentas pendientes”, con afán revolucionario.

Así que aguardaron a que se hiciera de noche y todos encapuchados y pistolas en mano, fueron a la tienda de los Ramírez, justo en el momento en el que Gustavo sabía que estaría atendiendo la chica que le gustaba y que un día lo había humillado perdonándole el cobro de algunas cosas y peor aun dándole pan dulce para sus hermanos, burlándose de él por ser un proletario, desde su privilegio de burguesa y blanca.

Así que se adentraron en la tienda, y Gustavo, capucha negra bien puesta, pistola en mano, le dijo a la chica que iban a hacer justicia revolucionaria y que le entregara todo el dinero que tenía o sufriría las consecuencias. Pero sucede que la muchacha como que reconoció la voz del buen Gustavo, y le preguntó si era él, sin entregarle nada.

Viéndose descubierto quiso emprender la huida, pero uno de sus compañeros revolucionarios le disparó a la chica, dejándola muerta ahí mismo, la sangre sobre la Biblia que tenía a un lado, que estaba leyendo.

Los guerrilleros se fueron corriendo, unos más asustados que otros, pero antes, uno de ellos, para aparentar un simple robo, y ocultar el carácter revolucionario de sus acciones, tomó una bolsa como de 6 kilos de queso, que fue lo único que se llevaron.

Gustavo con el tiempo se hizo profesor, y desde las aulas aconsejaba a sus alumnos hacerse marxistas y repudiar la explotación de los trabajadores que hay en el capitalismo, combatiéndola de todas las maneras posibles.

Y sobre todo, dejando también atrás la idealización de la familia, que no era nada admirable, y que más bien había que destruir, aunque viéndolo bien ya estaba destruida de antemano por el capitalismo.

Y dejar atrás la religión, que era sólo un cuento para hacer que todo permaneciera como estaba y nunca cambiarlo, por lo que el cristianismo era cómplice del sistema, excepto, claro, la teología de la liberación, la ideología marxista de un sector católico en Sudamérica.

No había que creer en Dios, sino en la Revolución, sabía Gustavo. Al paso de los años, Gustavo siguió dando clases, y ahora ya tenía un auto, cuenta de ahorros en el banco, donde le depositaban la quincena, y una casa chica. Dejando atrás los atracos justicieros revolucionarios, se juntó con una mujer sencilla y humilde, y tuvo dos hijos.

Uno de ellos era homosexual, y el muchacho le recriminaba que no lo quería y que no lo aceptaba, todo por culpa de las ideas de Fidel y el Che, que eran contrarios a la homosexualidad, y la perseguían y encarcelaban en Cuba. El muchacho, aplicado en los estudios, quería entrar al seminario.

La otra hija en cambio se apegó a la perfección al ideario marxista de su padre, y soñaba con aportar a la revolución socialista todo lo que estuviera a su alcance.

Gustavo nunca le dijo que fuera a atracar camiones o comercios para juntar fondos y financiar la guerrilla, pero ella se enteró de las andanzas de Gustavo cuando éste era joven y se propuso seguir sus pasos para que su padre se sintiera muy orgulloso de ella.

Gustavo ya para este momento era un reconocido profesor de barbas largas, comunista, ateo, revolucionario, opositor eterno del gobierno, y con influencia ideológica de la revolución cultural china. Su voz era tomada en cuenta por los candidatos izquierdistas que aspiraban a gobernar los pueblos de la región.

Gustavo se hizo maoísta con el tiempo. Aplaudía las acciones de Sendero Luminoso, por ejemplo, y tenía una foto de Abimael Guzmán en su cuarto, con una veladora encendida, pese a que era ateo. Por cierto, también tenía otra foto, de su madre que falleció, y una más de Carmelita, a quien le lloró más que a su madre cuando dejó este mundo, heredándole su casa humilde, con refrigerador y estufa, y algo de ahorros.

Así las cosas hasta que un día la policía tocó a la puerta de Gustavo para avisarle que su hija -junto con 13 encapuchados más, estudiantes de ciencias políticas-, habían asaltado a unos comensales en un restaurante de mariscos en la autopista federal, pero tales comensales eran soldados francos, es decir, fuera de su horario laboral, vestidos de civiles, y que estando armados se habían podido defender, dando muerte a 4 de los 13 estudiantes asaltantes. Uno de los muertos era la hija de Gustavo.

 

Raul Tortolero

Escritor, conferencista. Consultor político. Doctorado en Derechos Humanos. Maestría en Filosofía, Cultura y Religión. Activista católico, provida y profamilia. Presidente de “Nueva Derecha Hispanoamericana”. Ex Secretario de Comunicación del Comité Ejecutivo Nacional del PAN. Premio Nacional de Periodismo 2007, otorgado por la ONU en México. Analista Geopolítico. Su más reciente libro: “La Contrarrevolución Cultural frente al marxismo posmoderno”.